jueves, 27 de marzo de 2025

"Trastornos" límite y amores


 Llamó a petición de una amiga, tal vez de su madre, que le facilitó mi número. Lloraba, desconsolada y aliviada por encontrar un apoyo durante esos tiempos, mientras procuraba llenar el momento de palabras que me llevaran a capturar toda su vida y sufrimiento en apenas unos minutos.

Aquel despacho era más bonito y cuqui que el actual, una mesa y tres sillas en una oficina que alquila por horas los espacios que no ocupan sus profesionales de plantilla. Un despacho patera que nos permite ejercer nuestra profesión en tiempos de zozobra y precariedad. Era bonito. Y ella, vino a la sesión: arreglada para una entrevista, perfumada, entre la discreción y la coquetería. Lloró. Mucho. Además, reiteró sus penurias, laborales, económicas, afectivas. Deseaba morir. Quería acabar con su vida, como ya había intentado en otros momentos de su existencia. El motivo en la actualidad estribaba en que el hombre casado con el que había convivido decidió dejarla. Para una persona emocionalmente tan vulnerable y con una identidad -eso que también llamamos el sentido del yo- frágil, un no es lo mismo que ser condenada a la desaparición. ¿Por qué? La identidad la conseguimos al separarnos de nuestra madre; para eso, los adultos nos tienen que ayudar. Cuando existe cierta inestabilidad adulta, se nos contagia; si quienes tienen que procurarnos seguridad se muestran poco seguros, probablemente logren que nosotros zozobremos en ese periplo.

Trabajamos con muy poca precisión; era uno de mis primeros casos y apenas si le podía ofrecer registros conductuales y mi apoyo incondicional: Llámame cuando lo necesites; vamos a evaluar las reacciones emocionales y ver cómo podemos reducirlas; buena voluntad.

A los pocos meses y aunque sufrió de algunas situaciones de crisis, decidió que se encontraba mucho mejor; empezó a trabajar y rehizo su vida afectiva con un antiguo amigo que siempre estuvo cerca de ella y tal vez enamorado en la distancia. Un hombre prudente, en palabras de ella. Tuvo una hija; después, otra; después, dejé de saber de ella.

El desamor estuvo a punto de costarle la vida y el amor la recuperó del Averno en el que podía acabar por instalarse.

¿Cuál era el origen de sus dificultades para contener las emociones que la desbordaban? ¿Se trataba de la misma persona quien caía en la desesperación y sin recursos personales de los que hacer uso para cuidar de sí misma y la que hacía frente a decenas de clientes en una tienda de ropa?

Recuerdo que en consulta se quedaba congelada en algunas ocasiones; no entendía lo que pretendía compartir con ella y en lugar de preguntarme o de afirmar No lo entiendo, No te entiendo, dejaba que esa incomprensión se transformara en un castigo, una amenaza; como si alguna situación del pasado se hubiera quedado retenida en su marco personal de referencia, en sus sensaciones y cada vez que yo, una figura de referencia en aquel entonces, una cabeza que todo lo sabía y que podía salvarla, contemplaba posibilidades que parecían expresadas en un idioma antiguo, con términos insondables, arcanos, su intuición le confirmaba que nunca podría llegar a sanar, a superar su condición, porque ella no podía entender lo que las personas neuronormativas sí que alcanzaban a desvelar.

Sus reacciones emocionales me llevaron a considerar que esa dependencia emocional y vital de aquellos hombres que le profesaban amor, siquiera durante un tiempo escaso, se asemejaba a los casos que aparecían en textos como Mujeres que aman demasiado o Dependencia emocional. Personas que parecen establecer una relación de simbiosis de la que les cuesta salir y cuando lo consiguen suele costarle más que a la mayoría, incluso despertarles el deseo de morir.


Ella había intentado quitarse de en medio en algunas oportunidades, porque una pareja era su objetivo y cuando salía mal, su vida perdía el sentido, ¿A qué se debía esta manera de interpretar las rupturas? La mayoría de las explicaciones conductuales parecen superficiales. Una de las teorías más interesantes la propuso Fairbairn, un psicoanalista escocés que llegó a ser conocido gracias a Kernberg, el difusor de la terapia basada en la transferencia y que en los años 60 escribió un artículo a propósito de ese modelo; aquel autor además fue uno de los protagonistas de un libro sobre las relaciones objetales, escrito por Greenberg y Mitchell, editado en 1983.

La explicación consiste en establecer que cuando las personas necesitamos el amor de alguien y no nos lo dan, tenemos la posibilidad de defendernos de ese dolor emocional interpretando que en realidad hay dos objetos de amor, uno bueno y otro que nos hace sufrir, pero que en realidad la parte que nos hace sufrir no tiene que ver con el objeto bueno (la propia persona a la que se quiere), sino que está aparte. Una explicación elegante para dar a entender que no podemos contemplar la realidad de que esa figura de amor y de protección tenga más de un rostro. Entonces, lo que hacemos es considerar que la parte mala nos pertenece, que papá, mamá, la señora que nos cuida, es buena, que somos nosotras mismas quienes obligamos con nuestra conducta a esa persona a comportarse mal con nosotras. Las mujeres maltratadas conocen esa realidad, cuando han escuchado de su maltratador una disculpa al día siguiente del altercado, seguida de la coletilla “Es que me pusiste de los nervios”, “Es que me llevas al límite”, “Es que ya sabes cuando me dices eso cómo me pongo”. Cuando trabajé como voluntario hace años en un programa de rehabilitación para maltratadores, solían ignorar las descripciones del delito en las sentencias y reducir o minimizar el contenido, con eufemismos.

Para Fairbairn, algunas partes del yo procuran defender del abandono a la persona que puede sufrirlo, llevándole a ignorar una parte del objeto. Kernberg, hablando de un caso, cuenta cómo un paciente parecía haber olvidado toda la crítica que le había lanzado en algún momento de la relación, mientras que en la actualidad le consideraba una figura imprescindible en su vida, mostrándole amor y cariño. 

Cuenta Fairbairn en uno de sus artículos que en algún momento y antes de ganar en independencia, el niño desea que le quieran y además que acepten su amor. Cuando eso, por diversos motivos, no se produce, se crea un mecanismo de defensa, la escisión, por el que el miedo al otro se consolida y el terror al abandono, también. Si consideramos que existe una necesidad de ser amado para poder explorar desde ahí el mundo, porque en la memoria permanece la certeza de que se pertenece a un lugar, la neglicencia o el maltrato de los cuidadores despierta o actualiza mecanismos de defensa que de algún modo se nos quedan para otros momentos. El mayor trauma que puede sufrir un niño, según Fairbairn, es la frustración de su deseo de ser amado y de que su amor sea aceptado y desde el punto de vista del desarrollo, añade, es el único importante. Afirma que es precisamente este trauma el que añade fijaciones a las diversas formas de la sexualidad infantil en un intento de compensar por medio de satisfacciones sustitutivas el fracaso de sus relaciones emocionales con sus objetos externos. Considera que la fijación por la masturbación y el erotismo anal representan relaciones con sus objetos internos, a lo que se siente impelido al no estar disponibles los objetos (de amor) externos. Estas explicaciones se elaboran en los años posteriores a la primera guerra mundial, así que conviene poner en perspectiva las afirmaciones y quedarse con el intento de explicar porqué sucede esa ambivalencia de amor y odio, que no suele aparecer en todas las circunstancias. Por ejemplo, las personas no solemos dar marcha atrás a un enfado con alguien, salvo que medien circunstancias que modifiquen sustancialmente el motivo del desencuentro. 


Lo interno y lo externo. ¿Quién es esa persona a la que amas y odias a un tiempo? ¿Qué la hace amorosa, qué provoca que la odies? Pero, ¿es que acaso podemos odiar a lo amado? El psicoanalista escocés habla de cuatro tipos de defensas, de técnicas para superar esta veleidad del destino, el ubicarnos en una familia en donde no nos sentimos tan seguras como parece que deberíamos sentirnos (tal vez en culturas alejadas de las nuestras se den otros tipos de vicisitudes mentales derivadas de vivir en riesgo, que no algo como el trastorno límite -del que no habla Fairbairn, porque nadie lo había establecido con ese nombre-). Habla de fóbicas, obsesivas, histéricas y paranoides. Y lo hace muy bien. Excepcionalmente bien. Nos explica cómo podemos conducirnos frente al dolor que nos produce que alguien que debía amarnos parezca que muchas veces no nos quiere, que nos abandona, que nos maltrata, que nos violenta o que, simplemente, parece situarnos en una categoría inferior respecto de nuestros hermanos, o que la naturaleza nos sitúa, claramente, por debajo de las condiciones de cuidado y existencia de nuestro hermano, hermana. Aunque estas explicaciones parecen superadas por modelos más recientes, tienen la utilidad de explicar de alguna forma de dónde pueden proceder los diversos modos que tenemos de entendernos y de entender las relaciones y el mundo que nos rodea.

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